“Belshazzar’s Feast”, Van Rijn Rembrandt, 1635
La cena está servida. En la elegante mesa de cedro se hallan muchos platones con manjares exquisitos: como entrada se encuentran empandas de calabazas con queso, aguacates rellenos de mariscos y arroz, además de unos frutos asados provenientes del Lejano Oriente. Posteriormente se sirven diferentes cremas: una de verduras, otra de pistache y una última de cebolla, después uno puede elegir entre codorniz horneada con papas asadas y verduras gratinadas, costilla de puerco aderezadas con salsa blanca o filete de pescado fresco empanizado, con arroz y guisantes, todo acompañado de un buen vino extranjero y agua de frutas. El sirviente ve todos los platillos y siente hambre. Desde hace unos días no come bien. El sirviente espera impaciente a que llegue el monarca. Le duele la panza. Su respiración es agitada. Su pie izquierdo no deja de golpetear el suelo. No sabe cómo se dirigirá al rey. No sabe cómo hacerle la petición. El sirviente no tendrá más de treinta años, es moreno, con notorio sobrepeso, estatura media y mirada triste.
Entra el rey en compañía de su esposa, la reina, el príncipe adolescente y los miembros del Consejo Real por la majestuosa puerta del comedor. Todos los trabajadores presentes en la sala se ponen de pie.
“Siéntense, por favor. Yo soy como ustedes, de carne y hueso.” - dice el monarca con su senil voz.
El monarca todavía no llega a los cincuenta, pero su aspecto es de un hombre de sesenta años, es de estatura alta, en comparación con la mayoría de los habitantes del reino, tiene una profunda barba negra llena de canas y sus ojos son color castaño. Su indumentaria consiste en un atuendo militar blanco, los consejeros van vestidos de traje, la reina porta un elegante vestido rosa, el príncipe está en pijamas.
“Su majestad, disfrute su comida” - dice el sirviente agachando la cabeza. El rey se agacha para mirarlo a los ojos. “Recuerda que el mejor alimento es la verdad.” - sus ojos brillan al decir la frase.
Se sienta el monarca y la cena comienza. Detrás de la cabecera, lugar que toma el rey, se encuentra un cuadro de un antiguo rey, recordado por su estatura baja y rostro serio. La conversación gira en torno a un partido de criquet. La esposa del rey lanza una mirada asesina al hijo quien está comiendo desagradablemente las empanadas mientras lee su libro favorito. “Podemos ir a jugar pasado mañana” - dice el consejero que está sentado de su lado izquierda. En total son cuatro los sabios que están cenando con la familia real, dos de cada lado, todos mayores de setenta años, adulando las bondades del gobernante, salvo uno, el más joven de todos, hombre de estatura alta y delgado, tuerto y de rostro amable, mano derecha del rey, quien escucha la conversación en silencio. Sabe que es el protegido del monarca, por lo tanto, no necesita endulzarle el oído, sino que debe permanecer callado y hablar cuando se le pide hablar. En ningún momento de la conversación se habla de la peste que azota al pueblo, ni tampoco de la guerra. Afuera del castillo se pueden escuchar a cientos de personas pidiendo alimento. Los guardias se encuentran resguardando los pórticos, asegurándose que no entre nadie. Hay cadáveres en las calles, mujeres gritando desesperadas tratando de calmar el hambre de sus hijos. Otras piden sollozando que regresen sus hijos y esposos de la guerra. El oro del reino ha desaparecido, existe una terrible escasez de alimentos ya que gran parte de los productos fueron enviados a la guerra, asimismo, no hay médicos suficientes que puedan sanar la enfermedad.
El sirviente escucha los gritos de dolor provenientes de la calle, piensa en su madre, ya no puede más y comienza a llorar. Todos voltean a verlo, incluyendo el monarca quien lo observa con cara seria. “¿Estás bien?” - pregunta la reina mientras se levanta de su silla. El sirviente sigue llorando. Finalmente contesta con un miserable “No”. “Siéntate por favor” - dice la mano derecha del rey. Hacen sentar al sirviente al fondo de la mesa, a lado del príncipe, quien lo contempla con desprecio. La escena parece un interrogatorio.
El soberano interviene: “¿Qué te sucede?”. El sirviente mira con tristeza y sencillez al monarca, alcanzando a decir: “Es mi madre”.
“¿Qué le sucede a tu madre?” - pregunta el rey con ojos endurecidos. “Le dio la peste y no encontramos ningún médico que pueda atenderla. A los que hemos acudido nos han rechazado por no poder pagar los tratamientos. Solo estoy yo cuidándola, porque mi padre murió en la guerra y mis hermanos apenas pueden llevar el pan de cada día a sus esposas e hijos”.
El monarca al escuchar ello se levanta de la mesa enfurecido. “¿Quién te crees para venir a decir esas cosas? Todavía que te doy trabajo, que por mí puedes alimentar a tu madre, ¿Me pagas de esa manera: recriminándome por la peste y la guerra?”
El sirviente se pone de rodillas, baja su mirada y dice asustadamente: “No majestad, solamente…”.
“¿Solamente qué?” – interrumpe bruscamente el soberano. – “Se te olvida que la guerra es culpa de mis antepasados degenerados, de esos monarcas absolutos a los que derrocamos, que con su despilfarro y con su soberbia nos enemistaron con los demás príncipes y con las demás potencias extranjeras; pero ahora resulta que eso es culpa mía…”.
El sirviente levanta su rostro, revelando la desesperación de su rostro: “Mi señor, nunca le eché la culpa de nada, pero mientras ustedes hablaban del partido de criquet, hay gente afuera que está muriendo por la peste y el hambre, los hombres de buena voluntad fueron enviados a la guerra, cada día hay más depravados violentado a las mujeres en las calles y los niños son forzados a trabajar como esclavos para llevar alimento a sus hogares”.
El comentario hace que el rey estalle rabiosamente. “¿Quieren comer?, ¿Quieren ropa?, ¿Quieren sanar de la peste? Pídanselo a los nobles, amigos de los antiguos monarcas, mis antepasados a quienes ustedes han servido por largo tiempo. Ellos tienen mucho dinero que han robado del pueblo”.
“Ayude a mi mamá, por favor, se lo suplicó. Mi familia ha trabajado para la suya, con sencillez y honradez, durante todos los años de su reinado. ¿Quiere ser recordado como un gran rey? Actúe como uno, aún está a tiempo”. - dice el sirviente entre lágrimas.
“Me sorprende tu soberbia. No obstante, te perdono por tu ofensa. Y espero tu madre sobreviva a la peste y tus hermanos tengan que comer. Mi palabra es ley. Mis deseos se cumplen. Sanará, confía.” – le contesta el soberano dándole la espalda al joven que se encuentra humillado en el suelo.
Terminadas las palabras, llegan unos guardias imperiales y sacan arrastrando al rendido sirviente de la habitación. Lo dejan en la entrada del palacio, casa de la familia real, pidiéndole que salga de ahí. Llora amargamente porque sabe que su madre morirá, y que la ciudad caerá pronto por la guerra y el caos. Le da miedo ir con su mamá y darle la noticia de que el rey no la ayudará en la enfermedad. No tiene a nadie. Los guardias que resguardan la entrada lo observan en silencio, nadie se atreve a decirle una palabra de aliento.
Dentro del banquete el monarca se disculpa por la grosería del sirviente, y dice a los presentes acerca de la pronta victoria en la guerra y el fin de la peste. Todos los presentes escuchan en silencio y asientan con la cabeza cada vez que realiza una afirmación de dicha naturaleza. La reina le toma de la mano, medita sus palabras. Se queja amargamente de cómo la guerra se pudo haber evitado, de no ser por sus predecesores, que se enemistaron con las demás naciones. Nadie escucha las quejas de afuera, lo único que se escuchan son las palabras del rey, su resentimiento. De repente, el cuadro que estaba detrás del rey se desgarra. Todos miran la escena asustados. El monarca voltea con rostro altivo. Y de repente aparecen unos dedos de mano humana, en el lugar donde se encontraba la pintura y comienzan a escribir con tiza sobre la pared… “MENE, TEQUEL y PERES”.
Con reconocimiento de validez oficial de estudios otorgado por el Gobernador del Estado de Nuevo León de fecha 8 de julio de 1988 publicado en el Periódico Oficial del 25 de julio de 1988.
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